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Relación entre las emociones y la alimentación

INTRODUCCIÓN

La investigación científica presenta cada vez un mayor interés por el estado de salud de la población y por el comportamiento alimentario. Comer no es un hecho meramente fisiológico cuya única finalidad es cubrir los requerimientos nutricionales y asegurar la supervivencia del individuo. La conducta alimentaria forma parte del conjunto de factores culturales, sociales, psicológicos, religiosos, económicos y geográficos que integran un determinado grupo social. Existen unos motivos biológicos relacionados con los mecanismos de hambre y saciedad, que explican parte del comportamiento de ingesta en el ser humano, pero además las emociones también condicionan sustancialmente este comportamiento humano. Comemos para sentirnos bien emocionalmente Ante la sensación de hambre, la sola ingesta de una comida puede alterar el humor y las emociones reduciendo el nivel de activación y la irritabilidad, al tiempo que incrementa la calma y el afecto positivo. En una revisión reciente (Match, M., 2008), se presentan cinco formas especificas de cómo se relacionan las emociones con la alimentación, que veremos a continuación: Las emociones provocadas por las características estimulares del alimento afectan a la elección de los alimentos Un alimento rico en energía, como el azúcar o la grasa, puede provocar respuestas emocionales afectivas positivas; al contrario, alimentos con componentes amargos producen emociones negativas y rechazo. Para que tenga lugar esta respuesta, ha de valorarse el alimento de forma afectiva. En este sistema de valoración emocional interviene la amígdala, que participa en la conducta alimenticia y en la emoción. La información llega a esta área por dos vías: una rápida, que permite decidir inmediatamente si aquello que ingerimos es bueno o no para nosotros por sus características físicas; y otra más lenta, que proviene de la corteza cerebral y contiene mayor información sensorial. A partir de estos datos la amígdala proporciona ese sentimiento subjetivo, que es analizado en zonas más evolucionadas de la corteza cerebral como el cortex orbitofrontal, implicado en el aprendizaje sobre la alimentación. Esta información se almacena en la memoria para situaciones posteriores. La experiencia con un alimento placentero puede provocar una fuerte respuesta emocional de deseo o ansia por determinado tipo de comida, que en el peor de los casos puede desembocar, junto a otros factores, en un trastorno de la conducta alimentaria (TCA). Desde el punto de vista psicológico, lo que ocurriría es que al asociar un estado emocional determinado con la ingesta de un alimento puede llegar a condicionarse la respuesta fisiológica de la emoción a la simple presencia o ingesta de este alimento. En este caso, el organismo reaccionaría de igual modo al alimento condicionado que a la emoción. Las emociones con una activación o intensidad elevadas suprimen la ingesta debido a respuestas emocionales incompatibles La reducción de la ingesta ante una situación de estrés parece ser una respuesta natural adaptativa. Las causas se generan tanto en el plano conductual, por desactivación y aislamiento del entorno, como en el fisiológico, por inhibición de la motivación a través de respuestas autonómicas asociadas. Por otra parte, se sabe que el estrés retrasa la absorción de glucosa y el tránsito intestinal, interfiriendo así en la digestión. Las emociones moderadas en activación o intensidad afectan a la alimentación dependiendo de la motivación para comer Ante una situación de estrés sostenido, la corteza suprarrenal secreta glucocorticoesteroides (hormonas que estimulan la formación de glucosa a partir de proteínas principalmente). Estos últimos, junto a la insulina, estimulan el impulso e ingestión de alimentos placenteros o confort. Lo que es más grave es la asociación encontrada en adolescentes entre estrés y reducción de ingesta de frutas, vegetales, y probabilidad de desayuno diario, que es independiente del género, el peso corporal, el nivel sociocultural, y la etnia. Así, el estrés, puede suponer un riesgo en el establecimiento de una dieta no sana. Determinados sujetos utilizan la alimentación como una forma de reducir el estrés en emociones negativas. Hace tiempo que se sabe que la dulzura y cremosidad de determinados alimentos mitiga los efectos del estrés a través de la mediación de los opiáceos endógenos o endorfinas, la insulina, la dopamina y la serotonina, entre otras sustancias. Además, ante una situación de estrés, se incrementa el consumo de alimentos con alto grado de palatabilidad, al percibirse como más placenteros. Se ha identificado un rasgo de la personalidad, denominado sensibilidad a la recompensa, que se asocia con una mayor elección de alimentos dulces y grasos. Otros rasgos de personalidad también influyen en la ingesta de este tipo de alimentos. Así, se produce una fuerte preferencia por los dulces en personas con problemas en las relaciones sociales y con tendencia a sentir emociones desagradables y estresantes. Las personas más hostiles y ansiosas tienen tendencia a seguir comiendo una vez saciado el apetito. En estos casos, el individuo puede perder el autocontrol, llegando a utilizar la ingesta como una forma habitual de reducir la ansiedad o los efectos negativos del estrés. Así, se producirá una sobrealimentación que conduce a la obesidad con un impulso cada vez mayor por la consecución del alimento, pero con una reducción en el placer que se experimenta. Por otro lado, la sociabilidad y la baja impulsividad se correlacionan con mayor control y monitorización de la dieta y el peso corporal. En términos generales, los alimentos altos en azúcar y grasa son más eficaces para aliviar las emociones negativas, mientras que los alimentos bajos en calorías incrementan las emociones positivas cuando ya están presentes. En situación de restricción de alimentos, las emociones negativas o positivas incrementan la ingesta debido al déficit en el control cognitivo Cuando un sujeto lleva una dieta restrictiva autoimpuesta, la presencia de una emoción negativa, que exige la emisión de una conducta urgente, la reducción del estrés, conlleva el abandono circunstancial de la dieta. Se ha planteado que esta falta de control se debe a una limitación en la capacidad cognitiva, donde la atención sobre la dieta se desvía por un estímulo urgente. En la ingesta normal, las emociones afectan a la alimentación en congruencia con sus características cognitivas y motivacionales La tristeza, por ejemplo, está asociada a la reducción de la actividad motora, el enlentecimiento de los procesos cognitivos, y una pérdida de interés y falta de disfrute de actividades placenteras (anhedonia) mediado por neurotransmisores. Al contrario, la alegría se asocia con un incremento en la capacidad de procesamiento y percepción de estímulos y con el hecho de implicarse en situaciones placenteras. Así pues, en sujetos normales se dan cambios en cuanto a la ingesta provocados por diferentes estados emocionales, pero siempre dentro de unos límites adaptativos. Factores como el género y la edad también influyen en el consumo de alimentos confort. Las concepciones que hombres y mujeres tienen de su ingesta son diferentes. Las mujeres, cuando se encuentra mal, pueden tender a tomar más alimentos placenteros; sin embargo, los hombres hacen lo mismo cuando se encuentran alegres. Debido a la influencia cultural, los alimentos placenteros alivian las emociones negativas en las mujeres pero provocan una mayor sensación de culpabilidad. Por su parte, en los consumidores mayores, experimentar una emoción positiva incita a una mayor ingesta hedónica de alimentos. Al contrario sucede con los más jóvenes, que tienden a un mayor consumo cuando muestran emociones negativas previas.
BIBLIOGRAFÍA Rodríguez-Santos, F., Aranceta Batrina, J. Serra Majem, Ll. (2008). Psicología y Nutrición. Ed. Elsevier Masson.